No había nada que se castigara más que las deserciones. Las deserciones ponían en peligro el consentimiento, el pacto, el espacio de seguridad. Comenzaba a despuntar el nuevo día y yo debía marchar. Todos los finales, planificados o fortuitos, tienen un aire de necesidad que le atribuimos nosotros, pero llegan implacables para arrebatar el sentido.
En la concepción humanista de la muerte, esta se entiende como el sentido de la vida, así como el último acorde puede otorgar el sentido armónico a la melodía precedente. De esto se deriva principalmente la interiorización de la muerte, así como la responsabilidad que implica respecto a ella y respecto a mi vida entendida como única.
Sartre hablaba de la muerte como un hecho contingente relacionado con la facticidad y, en última instancia, absurdo. Desde la proyección del ser para la muerte heideggeriano se entiende la muerte como una necesidad ontológica, porque se confunde el hecho contingente de la muerte, con la finitud —que sí es ontológica y no depende de la mortalidad—. Es la libertad la que crea la finitud, que no pone en conocimiento de la mortalidad a la realidad humana. En este sentido, la consciencia de la muerte propia forma parte de la condición humana en tanto que estructura ontológica que tienen en común los seres humanos, pero no se trata de la esencia: la muerte no pertenece a la existencia humana. Así pues, es una cosa dada que le arrebata a la vida el sentido. De la misma forma, no podemos aceptar que la muerte sea una posibilidad mía ya que se trata de una “nihilización siempre posible de mis posibles, que está fuera de mis posibilidades”. En Heidegger la muerte es la plenitud: “eres” cuando mueres porque todo ha pasado. Sartre lo niega porque nadie es consciente de su propia muerte por mucho que piensa en ella: la muerte es algo que te dan los otros. Cada uno la recibe del prójimo.
Por todo esto, podemos esperarnos (s’attendre à) pero no esperar (s’attendre) la muerte, que es el imprevisto que puede llegar y sorprendernos mucho antes que al llegar a la vejez. Se trata pues, de la presencia del azar que no se puede prever. En consecuencia, la angustia es contemplación de la existencia desde la posibilidad y no desde la probabilidad; posibilidades propias (no aplicables a la muerte) que yo me doy, hasta el punto que no es una posibilidad si yo no la elijo. Estas posibilidades son las que nos encontramos mientras actuamos. Las encontramos en la realidad, en la medida en que las construimos a partir de nuestro proyecto originario.
Por nuestra estructura que se temporaliza, Sartre sostiene que “la vida es espera”, principalmente de nosotros mismos al proyectar y esperar “un presente que será”. En efecto, la muerte es una “ya-no espera de ser”. Así pues, si no es una libre determinación no puede poner término a nuestra vida (no puede ser el término último como sostiene el cristianismo) ni siquiera si recurro al suicidio, que no puede tener ninguna significación porque carece del porvenir que la aportaría. En este sentido, el “circuito de la mismidad” del que habla Sartre —camino que recorremos poniendo el mundo como totalidad— es “darse tiempo”, tiempo del mundo en la medida en que lo es de cada consciencia que existe. Por eso, la consciencia de mundo es una temporalización de la que es objeto el mundo, objeto de las nihilizaciones de la consciencia, de la misma forma que yo lo seré cuando esté muerto.
Pero la muerte no es sólo nihilización de mis posibilidades (nihilización de la nihilización). Al desaparecer el ser nihilizador, el sentido que en vida era relativo y provisional pasa a ser concluido y definitivo, así como sometido al punto de vista de la alteridad. La realidad-humana, esa que no tiene propiamente esencia sino que se va construyendo, siempre abierta (lo que garantiza la realidad) llega a tener esencia cuando estás muerto. Es decir, cuando los otros han hecho de tu consciencia un objeto y tiene esencia como los otros objetos. Mientras vivimos, podemos mantener la libertad última desmintiendo la esencia. Llega a ser entonces una forma de alienación más, pero que en su especificidad, ahora no se puede nihilizar por mi libertad que me permite huir de lo que soy. Al morir, mi vida completa “es”; deja de ser mi proyección de un “todavía no” para llegar a ser una existencia exclusivamente para el otro, que desde entonces proporcionará el sentido. No quiere decir que esta existencia después de la muerte deje de cambiar, pero de estas transformaciones ya no será responsable. La consciencia humana niega el en-sí trascendiéndolo, es su manera de asumir la existencia de este en-sí. Por lo tanto, el cuerpo en-sí (cuerpo-objeto) es el cuerpo muerto, porque es cuando actúa que huye del en-sí. Como hemos visto, en vida la consciencia está en el mundo pero mantiene una distancia, no como un objeto atrapado en ella. Precisamente, no es otra cosa que nihilización del mundo, negando para no desaparecer. En efecto, la consciencia se mantiene en la existencia a base de negar lo que ella era: el presente es nihilización del pasado en el que no me reconozco. El pasado es la esencia, una densidad de ser que impide la libertad. Es en definitiva, la muerte de la consciencia —que frente a esta densidad es transparencia pura—. La nihilización es entonces, que no sea lo que soy y que sea lo que no soy. Y de esta manera, hay un proceso inacabable de negaciones debido a las carencias (que por otro lado, sólo se descubren en la convivencia con los otros) que hace que la consciencia no retorne al en-sí. El mismo hecho contingente del nacimiento es nihilización del en-sí en tanto que la consciencia nace en un cuerpo, de donde vendrá la facticidad (“ser” es “ser-ahí” situado).
Desde “el costado de los vivos”, los que contemplan la muerte del otro, teniendo en cuenta que la relación con los muertos forma parte de este “ser-para-otro”, tiene una gran importancia la aprehensión que hacemos de los muertos desde nuestra facticidad, responsable de la elección que hacemos (y no podemos no hacer). Así lo expresa Sartre cuando afirma que “los muertos nos eligen, pero primero debemos haberlos elegido”. Los muertos nos eligen cuando nosotros elegimos “nuestros muertos”. Ahora bien, la posible reciprocidad se diluye, desde que una de las partes aún existe libre.
Por eso Sartre habla de una “vida muerta” (después de la muerte, post-mortem). En efecto, si el ser-para-otro es real y forma parte de mi ser en la medida en que convivo con el otro, este ser de después de la muerte también lo es, así como la consciencia sigue existiendo como una muerta entre los vivos. Es decir, existiendo sin la libertad de antes, cuando como consciencia posibilizadora se daba ella misma los posibles. Con la muerte desaparecemos, pero permanece algo de la realidad humana: el ser-para-otro. En esto consiste la realidad de los muertos, que no son objetos irreales, en la medida en que alguien asume su proyecto (pese a que este otro “lo existirá” de manera diferente como sucesor que inevitablemente le traicionará). La consciencia continuará existiendo en la del prójimo, así pues bajo una forma que traiciona su forma de ser originaria, porque su libertad actuará en manos de la de otro: contra Heidegger, podemos afirmar que la muerte proviene de la alienación.
En El ser y la nada, “Mi muerte” es un subapartado de “Libertad y facticidad: la situación” porque esta es una de las formas en las que se manifiesta la facticidad de la libertad. No es un límite a la libertad, porque no hay ningún límite externo a la ella. Sólo lo es si la consciencia reconoce el límite como tal. Precisamente, con la libertad nihilizamos la facticidad (y esta es la única manera de ser libre): asumimos la facticidad o bien no la reconocemos (y como posibilidad última la negamos). El ser que se encuentra en una situación practica una libre nihilización de su propia facticidad, del hecho de haber nacido y vivido en un tiempo que no se ha dado (un pasado que no es obra mía).
Si la muerte es nihilización de mis posibilidades, es porque las posibilidades las debo asumir en la existencia y nihilizando. Se trata pues, del reverso de mi elección. Sin embargo, no se trata de un obstáculo para el proyecto existencial en la medida en que tiene lugar esta metamorfosis del ser en destino; un destino que asumirá este proyecto en otro lugar. Precisamente, como irrealizable que es, a través de mi proyecto puedo escapar de la muerte, que siempre tiene lugar “por añadidura”, de modo que no podemos valorar su autenticidad. La muerte es la constatación del absurdo pero no perjudica la existencia, justamente porque no forma parte de esta. El horizonte de sentido desde el que actuamos no va cambiando continuamente sin que esté el horizonte último que es la muerte. Por lo tanto, cuando llega, somos un proyecto inacabado porque nunca nos daremos nosotros mismos un punto y final, en la medida en que el final no forma parte del proyecto (aunque me suicide, porque el proyecto es inacabado): la muerte es sobreañadida y el proyecto permanece abierto, así como el sentido queda en suspenso hasta que el otro, para quien la muerte es real, se lo atribuye.
De esta forma, el hecho de que no sea amo de mi muerte es lo que garantiza la libertad. El fracaso de todo proyecto ligado a la libertad nos preserva de la misma muerte, esa que viene a interrumpir, sin acordes de resolución, la melodía más o menos disonante de nuestra vida.
Cerrando los ojos, contemplé unos segundos su rostro relajado y firme, como la superficie de un lago después de la tormenta. Imaginé la muerte de Sofía, reposada, solitaria y única, redondeando su vida. Después, llegarían. Encontrarían a su hermana. Se la llevarían. Razón y locura no pueden sobrevivir separadas. Yo conservaría rastros de ese saber inútil para siempre, porque el recuerdo de ese último diálogo proliferaría en mi interior. Y un día, de improviso, sería evocado hasta desmoronarme.
Todo eso lo pensé ya lejos de su casa, avanzando con paso rápido a campo abierto. Comenzaba a clarear pero yo ya había dejado atrás las calles. Las espigas amarillas se mezclaban con el mildiu y yo caminaba sobre un manto de cardos diminutos, como una miríada de insectos desparramados sin vida. Agrietando las baldosas, las malas hierbas crecían en silencio mientras todo se desvanecía.